"Gracias por ayudarnos a recuperar nuestras raíces y recordarnos la razón de ser de la Iglesia que es servir y dar la vida como su Maestro."
Facilitamos a continuación la homilía de D. José, arzobispo de Madrid en la misa que retransmitio la 2 de TVE el domingo pasado, día del DOMUND.
En primer lugar D. José agradeció a los concelebrantes su presencia y muy especialmente dio las gracias a Gloria Rey y Pablo de Mergelina misioneros diocesanos que recién casados son enviados a la diócesis de Bunda en Tanzania.
Pueden ver la Eucaristía en este enlace
Homilía del cardenal José Cobo, arzobispo de Madrid.
“Id e invitad a todos al banquete” (Mt 22,9). Así reza el lema de este Domingo, que tantos recuerdos nos trae.
“Id e invitad”. Misión y regalo. Esas son las dos palabras clave que nos congregan a todos en esta mañana.
Las dos forman parte de lo más precioso de la identidad de la Iglesia. La misión es la razón de ser de la Iglesia. “La Iglesia existe para evangelizar” gustaba repetir a san Pablo VI (EN 16).
Evangelizar no es otra cosa que llevar hasta los confines del orbe el regalo de la Buena Noticia de Dios. Y su mensaje es que Dios ama apasionadamente a la humanidad, que nos da una dignidad especial a veces destrozada. Por eso quiere regalarnos la vida plena, la vida eterna.
El lema “Id e invitad” nos recuerda que quien nos convoca a la misión es Jesucristo mismo. Él mismo nos ha convocado esta mañana, a ti y a mí, a este banquete de la Eucaristía. Espera que demos un paso nuevo.
Su invitación no excluye a nadie, ni tiene favoritismos o atajos. ¡Cuesta trabajo entenderlo! Como los discípulos, que se disputan los lugares de preferencia, nosotros también queremos “enchufes”. Pero aquí no hay más preferencia que la de ser el servidor de todos, el hacerse pequeño con los pequeños, o el ser pobre de espíritu. El resto son caminos falsos.
En esta Jornada Mundial de las Misiones, el Domund nos recuerda que somos una “Iglesia en salida”, esencialmente mirando a la misión. Eso implica darnos cuenta de que no existimos para nosotros mismos, sino para la misión que quiere alcanzar a todos, especialmente a quienes, en cualquier parte del mundo, están necesitados de la Buena Noticia de Dios, y a quienes necesitan que alguien les reconozca la dignidad que Dios da a todos.
Es una Buena Noticia que se nos da bajo la autoridad del sufrimiento, como recordaba la primera lectura del profeta Isaías. Jesús, es el Siervo de Yahvé, solidario al máximo con la humanidad; ha participado en todo de la condición humana menos en el pecado. Por eso es, propiamente, plenamente humano. Porque lo inhumano es pecar; lo que deshumaniza es separarnos de Dios, no reconocer la dignidad de sus hijos, contradecir su proyecto, buscar siempre mis primeros puestos, o que lo mío se imponga rompiendo los planes de Dios.
Por ello, como dice la Carta a los Hebreos, Cristo, el Misionero del Padre, se nos ofrece por todos y para todos, y nos envía a su misma misión.
Cristo mismo es la misión y el regalo.
Solo él es capaz de hacer nuevas todas las cosas. En un mundo globalizado, convulso, atrapado por guerras fratricidas, desplazamientos forzosos y hambrunas, sólo Él es capaz de sacarnos de nuestros bucles y de arrancar de cuajo el mal que se instala en nuestros corazones, que despoja de dignidades, y en lugar de invitar cierra puertas y pone muros.
Quizá tendremos que aprender mucho de Él . Por eso nos enseña mientras está subiendo a Jerusalén. Es una subida dolorosa. Agotado, abandonado hasta por los suyos, solo le queda Dios Padre. Ahí nos os recuerda la dureza y la soledad terrible que la misión acarrea, y que, a veces, acaba en el fracaso, en las últimas filas o incluso el martirio.
Por eso, en un mundo donde todos quieren los primeros puestos y los más influyentes, cueste lo que cueste, hoy queremos traer ante el altar a los que han aprendido este camino. Son tantos hermanos y hermanas misioneros, clérigos, religiosas y religiosos y laicos que por todo el mundo, desde las periferias, a precio de su vida, pero siempre con alegría, son y los mejores embajadores de Dios en nuestro mundo.
Sí. Los mejores embajadores son nuestros misioneros y misioneras, que no dudaron en alejarse de sus raíces para hacer que la Buena Noticia de Jesucristo diera frutos abundantes. Frutos dados entre sufrimiento y no sujetos a los triunfos o éxitos humanos, sino a la lógica de la Cruz.
Ellos son nuestros maestros para aprender en este mundo globalizado a responder sin disimulos. De su mano podremos entender cómo servir y a gastar la vida por la misión , cómo ser creativos y no perder el tiempo en tonterías de sacristía, en partidismos nada misioneros o veleidades humanas.
A menudo el “Id” que da Jesús nos pilla entretenidos en nuestras cosas de siempre y olvidamos la pedagogía que enseñan los misioneros: unir fuerzas y adecuarlas a las exigencias de la misión, de cada misión. Necesitamos su testigo para aprender a acoger la misión como prioridad y confluir nuestras fuerzas para responder juntos a lo que realmente Dios nos pide .
Son una joya preciosa de la que nos sentimos orgullosos. No queremos que estén solos. Nuestro mundo no necesita grandes discursos, sino el testimonio sencillo y creíble de quienes hoy queremos hacer entrañablemente presentes en esta Eucaristía.
Que aprendamos de ellos y con ellos, “vayamos e invitemos” a todos.
En nombre de Jesús todos somos convocados a salir a los cruces de los caminos, a los rellanos de las escaleras, y también en el mercado, en la plaza y en nuestro propio hogar y familias. Somos invitados para hacer partícipes a todos de la “alegría del Evangelio”.
Las personas más vulnerables, los más pobres, los más enfermos, excluidos y solos, sentíos especialmente convocados a este banquete que no es para perfectos sino especialmente para vosotros.
En un momento sinodal como el que vive la Iglesia universal, todos los bautizados somos convocados a la “comunión”, a la “participación” y en este día, muy especialmente, “¡a la misión!”, porque esa es la razón de ser de la Iglesia.
Gracias a nuestros misioneros y misioneras por hacer visible, creíble y significativo a Dios en los lugares más recónditos del planeta. Gracias porque no os habéis peleado por los primeros puestos de honor, como los zebedeos, sino que habéis aspirado precisamente a los últimos y más difíciles. Gracias porque os habéis empeñado en seguirle a paso ligero y no por sentaros a su derecha e izquierda. Y gracias también muy especiales a quienes desde casa, postrados y doloridos por la enfermedad, la soledad o los años, sois no menos misioneros que los primeros, al modo de Teresita de Lisieux, patrona universal de las misiones sin haber abandonado su tierra.
Gracias por ayudarnos a recuperar nuestras raíces y recordarnos la razón de ser de la Iglesia que es servir y dar la vida como su Maestro.
Que Dios nos bendiga con vuestra ofrenda.
Ahora queda asumir el envío para “ir e invitar al banquete”. Ahora en este imponente sacramento de la Eucaristía, anticipamos el banquete del cielo que nos aguarda. ¡Feliz misión a todos!